Post by Boricuas Online on May 22, 2005 8:47:58 GMT -5
Medio siglo de relatos sobre famosos. Media centuria de historias acerca de gente común. Prolongación de Puerto Rico. Puente de aire que unía a la Isla con el resto de mundo.
El Aeropuerto Internacional de Isla Verde, que en 1985 cambió su nombre a Aeropuerto Internacional Luis Muñoz Marín, más que un campo aéreo, ha sido para el puertorriqueño un espacio de encuentro social, una ventana al mundo, la salida del insularismo.
Fue el escenario de apasionadas despedidas, la caja de resonancia donde rebotaron las carcajadas de quienes salían a forjarse una mejor vida, y el suelo sobre el cual se trapearon las lágrimas de quienes lloraron por quien partió uniformado a defender una libertad que lo esclavizó y lo devolvió metido en un ataúd.<br>
Han pasado 50 años de su inauguración y estas escenas no han cambiado mucho.
La novedad que significó su apertura el 20 de mayo de 1955, cuando fue inaugurado a un costo de $15 millones, aún mantiene su mística pues para el boricua del Siglo 21 viajar en avión es aún un gran evento.
Las barreras estructurales que ha parido la seguridad portuaria ni los intentos de las líneas aéreas comerciales para uniformar a los viajeros en una masa genérica y sometida han podido modificar la sinergia que producen los isleños en su interacción con el aeropuerto y sus componentes.
Es algo idiosincrásica y casi genérica.
“Tenemos que aceptar que así somos los puertorriqueños”, dijo el cineasta Luis Molina, quien llevó a la pantalla grande el ensayo-cuento del escritor Luis Rafael Sánchez La Guagua Aérea, donde presenta el tema de la migración en la década del 60 con las vivencias y recoge las vivencias en el avión de un grupo de puertorriqueños que viajan de San Juan a Nueva York en un vuelo de la “Tranca” o Trans-Caribbean Airlines.
Seguimos aplaudiendo con cada aterrizaje; creamos barullo, tapón y alboroto cuando acudimos en grupo a recibir o despedir amigos; y aunque nadie carga con jueyes y gallinas vivas como lo hicieron en La Guagua Aérea, todavía hay quien sube a la nave con un caldero de arroz guisado o registra como parte de su equipaje una de esas cajas especialmente diseñadas para llevar en avión un lechón asado con todo y varita.
“¿Cómo vamos a dejar de hacer algo que es muy nuestro? Viajamos, pero como nos dan bajones de mofongo, alcapurrias, tostones y arroz con habichuelas, nos los llevamos y cargamos con nuestra cultura”, dijo el cineasta que en octubre estrenará El Sueño del Regreso, la segunda parte de La Guagua Aérea.
A pesar de la tecnología, nuestra cultura está bien metida en nuestro ser y no nos sentimos como un número, sino como una persona, con una identidad y una tradición”, dijo.
El aeropuerto internacional vino a sustituir al de Isla Grande, instalación construida en 1929 por la línea aérea Pan American. Isla Grande había alcanzado su vida útil debido al acelerado crecimiento de carga y pasajeros y se gestó la idea de una nueva instalación más grande y moderna, contó José Alfonso, coleccionista de artefactos relacionados con la aviación y un historiador autodidacta sobre la aviación en Puerto Rico.
Así es que comienzan los estudios para un nuevo aeropuerto internacional que se convertiría en el puente entre Europa y América pues los aviones de entonces no podían recorrer largas distancias, recordó Federico Bauzó, el primer puertorriqueño que dirigió esa instalación y que a sus 77 años de edad aún se mantiene activo en negocios vinculados con la aviación.
Y se escogió un área en Carolina que en aquel entonces era tan aislada que la gente le llamaba “el campo” por la abundancia de palmeras. Cerca se construía una urbanización llamada Los Ángeles pero que el público había bautizado como El Palmar. Por allí había un cementerio a cuyos ocupantes hubo que mudar, para comenzar la construcción de lo que se llamó el Aeropuerto Internacional de Isla Verde. El lugar era ideal pues los despegues y aterrizajes se hacían sobre las lagunas Torrecillas y San José, respectivamente, reduciendo así el impacto del ruido sobre la población y minimizando el potencial de daños en caso de accidente, dijo Bauzó quien ha sido consultor en diversos países de América.
Su construcción levantó críticas por su alto costo y ante el temor de que la moderna estructura se convirtiera en un elefante blanco. Pero desde el primer día América vio su potencial. Por eso, el día que el entonces gobernador Luis Muñoz Marín cortó la cinta, un funcionario del gigante de la aviación en aquel momento - Pan American - llegó cargando con cartas de felicitación y respaldo enviadas por líderes, dignatarios y gobernadores del Nuevo Mundo que aplaudían la iniciativa boricua.
El éxito quedó corroborado. El primer año de operaciones el aeropuerto sirvió a casi 700,000 pasajeros, sobrepasando la expectativa de 500,000 personas que se habían fijado para ese mismo período de tiempo.
En ese entonces, el aeropuerto consistía de un pequeño edificio de seis pisos con sólo seis posiciones de embarque; un terminal, un área para policías y bomberos, varios hangares provisionales y una pista de 780 pies de largo.
“Fue tan apoteósico el éxito que a cinco años de la inauguración ya comenzaba su primera ampliación”, recordó Bauzó.<br>
La instalación se convirtió en una ciudad donde compartían empleados de líneas aéreas, pasajeros y suplidores de servicios. “Uno veía en un solo lugar personas de distintas categorías, desde el más humilde, hasta el que viajaba en primera clase pero cargando con alcapurrias. Finos por fuera pero cafres por dentro”, dijo Molina.
Ha pasado medio siglo pero el folclorismo boricua se mantiene vivo aunque más sofisticado. En lugar de rosarios, llevan libros o ven la película de rigor, y en vez de un par de alcapurrias, cargan con un sándwich cubano comprado en la panadería España. Siguen diciendo que se “embarcan” aún cuando se trata de un avión y continúan sintiendo desespero cuando una chicharra avisa que una boca de metal comenzará a escupir maletas.
El Aeropuerto Internacional de Isla Verde, que en 1985 cambió su nombre a Aeropuerto Internacional Luis Muñoz Marín, más que un campo aéreo, ha sido para el puertorriqueño un espacio de encuentro social, una ventana al mundo, la salida del insularismo.
Fue el escenario de apasionadas despedidas, la caja de resonancia donde rebotaron las carcajadas de quienes salían a forjarse una mejor vida, y el suelo sobre el cual se trapearon las lágrimas de quienes lloraron por quien partió uniformado a defender una libertad que lo esclavizó y lo devolvió metido en un ataúd.<br>
Han pasado 50 años de su inauguración y estas escenas no han cambiado mucho.
La novedad que significó su apertura el 20 de mayo de 1955, cuando fue inaugurado a un costo de $15 millones, aún mantiene su mística pues para el boricua del Siglo 21 viajar en avión es aún un gran evento.
Las barreras estructurales que ha parido la seguridad portuaria ni los intentos de las líneas aéreas comerciales para uniformar a los viajeros en una masa genérica y sometida han podido modificar la sinergia que producen los isleños en su interacción con el aeropuerto y sus componentes.
Es algo idiosincrásica y casi genérica.
“Tenemos que aceptar que así somos los puertorriqueños”, dijo el cineasta Luis Molina, quien llevó a la pantalla grande el ensayo-cuento del escritor Luis Rafael Sánchez La Guagua Aérea, donde presenta el tema de la migración en la década del 60 con las vivencias y recoge las vivencias en el avión de un grupo de puertorriqueños que viajan de San Juan a Nueva York en un vuelo de la “Tranca” o Trans-Caribbean Airlines.
Seguimos aplaudiendo con cada aterrizaje; creamos barullo, tapón y alboroto cuando acudimos en grupo a recibir o despedir amigos; y aunque nadie carga con jueyes y gallinas vivas como lo hicieron en La Guagua Aérea, todavía hay quien sube a la nave con un caldero de arroz guisado o registra como parte de su equipaje una de esas cajas especialmente diseñadas para llevar en avión un lechón asado con todo y varita.
“¿Cómo vamos a dejar de hacer algo que es muy nuestro? Viajamos, pero como nos dan bajones de mofongo, alcapurrias, tostones y arroz con habichuelas, nos los llevamos y cargamos con nuestra cultura”, dijo el cineasta que en octubre estrenará El Sueño del Regreso, la segunda parte de La Guagua Aérea.
A pesar de la tecnología, nuestra cultura está bien metida en nuestro ser y no nos sentimos como un número, sino como una persona, con una identidad y una tradición”, dijo.
El aeropuerto internacional vino a sustituir al de Isla Grande, instalación construida en 1929 por la línea aérea Pan American. Isla Grande había alcanzado su vida útil debido al acelerado crecimiento de carga y pasajeros y se gestó la idea de una nueva instalación más grande y moderna, contó José Alfonso, coleccionista de artefactos relacionados con la aviación y un historiador autodidacta sobre la aviación en Puerto Rico.
Así es que comienzan los estudios para un nuevo aeropuerto internacional que se convertiría en el puente entre Europa y América pues los aviones de entonces no podían recorrer largas distancias, recordó Federico Bauzó, el primer puertorriqueño que dirigió esa instalación y que a sus 77 años de edad aún se mantiene activo en negocios vinculados con la aviación.
Y se escogió un área en Carolina que en aquel entonces era tan aislada que la gente le llamaba “el campo” por la abundancia de palmeras. Cerca se construía una urbanización llamada Los Ángeles pero que el público había bautizado como El Palmar. Por allí había un cementerio a cuyos ocupantes hubo que mudar, para comenzar la construcción de lo que se llamó el Aeropuerto Internacional de Isla Verde. El lugar era ideal pues los despegues y aterrizajes se hacían sobre las lagunas Torrecillas y San José, respectivamente, reduciendo así el impacto del ruido sobre la población y minimizando el potencial de daños en caso de accidente, dijo Bauzó quien ha sido consultor en diversos países de América.
Su construcción levantó críticas por su alto costo y ante el temor de que la moderna estructura se convirtiera en un elefante blanco. Pero desde el primer día América vio su potencial. Por eso, el día que el entonces gobernador Luis Muñoz Marín cortó la cinta, un funcionario del gigante de la aviación en aquel momento - Pan American - llegó cargando con cartas de felicitación y respaldo enviadas por líderes, dignatarios y gobernadores del Nuevo Mundo que aplaudían la iniciativa boricua.
El éxito quedó corroborado. El primer año de operaciones el aeropuerto sirvió a casi 700,000 pasajeros, sobrepasando la expectativa de 500,000 personas que se habían fijado para ese mismo período de tiempo.
En ese entonces, el aeropuerto consistía de un pequeño edificio de seis pisos con sólo seis posiciones de embarque; un terminal, un área para policías y bomberos, varios hangares provisionales y una pista de 780 pies de largo.
“Fue tan apoteósico el éxito que a cinco años de la inauguración ya comenzaba su primera ampliación”, recordó Bauzó.<br>
La instalación se convirtió en una ciudad donde compartían empleados de líneas aéreas, pasajeros y suplidores de servicios. “Uno veía en un solo lugar personas de distintas categorías, desde el más humilde, hasta el que viajaba en primera clase pero cargando con alcapurrias. Finos por fuera pero cafres por dentro”, dijo Molina.
Ha pasado medio siglo pero el folclorismo boricua se mantiene vivo aunque más sofisticado. En lugar de rosarios, llevan libros o ven la película de rigor, y en vez de un par de alcapurrias, cargan con un sándwich cubano comprado en la panadería España. Siguen diciendo que se “embarcan” aún cuando se trata de un avión y continúan sintiendo desespero cuando una chicharra avisa que una boca de metal comenzará a escupir maletas.